El taxi paró en medio de la carretera, se negaba a entrar en aquellos caminos de tierra. De modo que Shiki Ya tuvo que culminar la última etapa de su largo viaje a pie, entre fango y charcos. Por fin, majestuosas ante ella, se encontraban las tres fanegas de tierra que le había dejado en herencia su pariente emigrado. Ahora era dueña de toda aquella nada.
El día llegaba a su fin, y dejó su equipaje en la única edificación de toda la zona, una pequeña casetilla de ladrillo rodeada por un irregular empedrado, aparentemente una habitación para guardar materiales. La llave que venía en el sobre del testamento abrió la cerradura, y dispuso dormir un poco en aquel cuarto, cuatro paredes en las que apenas cabía tendida. El olor a humedad era insoportable, y como hacía calor levantó la persiana, descubriendo que no tenía cristal, ni siquiera carpintería.
Extendió su colchoneta y contempló la belleza de los tonos anaranjados y rosáceos del cielo al ponerse el sol. De repente, una cara arruinada asomó por el hueco, desde el exterior. La miraba con la vista perdida, y al principio se asustó, pero cuando quiso interrogarla sintió timidez y sobre todo una gran pena por aquella mujer, quizás alguien a quien la vida había tratado mal. Así que la dejó estar, ambas mirándose a cada lado del cerramiento durante interminables minutos. Contemplar un anochecer desvela la rapidez con la que se mueve la Tierra, algo que pasa desapercibido durante las horas diurnas o nocturnas. Las sombras fueron cayendo sobre el rostro inmóvil de la anciana hasta que su figura quedó totalmente fundida en la oscuridad del campo.
Mientras intentaba conciliar el sueño, Shiki Ya se preguntaba si la señora aún estaría allí observándola impasible a través de la negrura, y sintió un escalofrío que fue tornándose en auténtico pavor conforme pasaron las horas. En un arrebato, se levantó, recogió todo como pudo y sin luz salió a escape de la casetilla. Se alumbraba con un mechero y corría veloz, dejando actuar a su memoria para guiarse por el camino de vuelta a la carretera. Cuando la alcanzó, el teléfono no tenía cobertura para pedir un coche, así que esperó y al pasar una furgoneta la paró y le pidió si podía llevarla al aeropuerto. El hombre, desconcertado, accedió a la petición; se había levantado temprano para ir a trabajar y esta aparición de la oriental enfangada hasta las rodillas era lo último que esperaba encontrar.
En el avión de regreso se sentía reconfortada, aunque tenía cierto recelo de mirar por la ventanilla. Sin duda, iba a renunciar a la herencia, volver a su entorno y a olvidarse de este loco asunto, pero por alguna tontería inexplicable recelaba de la presencia del cristal. Cuando consiguió calmarse un poco, escuchó el carrillo de la azafata y levantó la mirada de su revista. Notó una fuerte descomposición en sus tripas al ver que se trataba de una persona con la cara desvencijada, idéntica a la vieja de las fanegas, que le sostenía la mirada indiferente y lastimosamente le inquiría: “¿Unos caramelitos?”.
El día llegaba a su fin, y dejó su equipaje en la única edificación de toda la zona, una pequeña casetilla de ladrillo rodeada por un irregular empedrado, aparentemente una habitación para guardar materiales. La llave que venía en el sobre del testamento abrió la cerradura, y dispuso dormir un poco en aquel cuarto, cuatro paredes en las que apenas cabía tendida. El olor a humedad era insoportable, y como hacía calor levantó la persiana, descubriendo que no tenía cristal, ni siquiera carpintería.
Extendió su colchoneta y contempló la belleza de los tonos anaranjados y rosáceos del cielo al ponerse el sol. De repente, una cara arruinada asomó por el hueco, desde el exterior. La miraba con la vista perdida, y al principio se asustó, pero cuando quiso interrogarla sintió timidez y sobre todo una gran pena por aquella mujer, quizás alguien a quien la vida había tratado mal. Así que la dejó estar, ambas mirándose a cada lado del cerramiento durante interminables minutos. Contemplar un anochecer desvela la rapidez con la que se mueve la Tierra, algo que pasa desapercibido durante las horas diurnas o nocturnas. Las sombras fueron cayendo sobre el rostro inmóvil de la anciana hasta que su figura quedó totalmente fundida en la oscuridad del campo.
Mientras intentaba conciliar el sueño, Shiki Ya se preguntaba si la señora aún estaría allí observándola impasible a través de la negrura, y sintió un escalofrío que fue tornándose en auténtico pavor conforme pasaron las horas. En un arrebato, se levantó, recogió todo como pudo y sin luz salió a escape de la casetilla. Se alumbraba con un mechero y corría veloz, dejando actuar a su memoria para guiarse por el camino de vuelta a la carretera. Cuando la alcanzó, el teléfono no tenía cobertura para pedir un coche, así que esperó y al pasar una furgoneta la paró y le pidió si podía llevarla al aeropuerto. El hombre, desconcertado, accedió a la petición; se había levantado temprano para ir a trabajar y esta aparición de la oriental enfangada hasta las rodillas era lo último que esperaba encontrar.
En el avión de regreso se sentía reconfortada, aunque tenía cierto recelo de mirar por la ventanilla. Sin duda, iba a renunciar a la herencia, volver a su entorno y a olvidarse de este loco asunto, pero por alguna tontería inexplicable recelaba de la presencia del cristal. Cuando consiguió calmarse un poco, escuchó el carrillo de la azafata y levantó la mirada de su revista. Notó una fuerte descomposición en sus tripas al ver que se trataba de una persona con la cara desvencijada, idéntica a la vieja de las fanegas, que le sostenía la mirada indiferente y lastimosamente le inquiría: “¿Unos caramelitos?”.
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